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El nombre celta proviene de la forma plural keltoi usada por los historiadores y geógrafos griegos para definir a un numeroso pueblo esparcido en la Europa transalpina y la Península Ibérica alrededor del año 600 a. C.

Este grupo humano, que había desarrollado una cultura muy avanzada en el principio de la Edad de Hierro (cultura de Hallstatt), comienza un movimiento migratorio de personas, pero sobre todo de ideas, que le lleva a ocupar un área geográfica inmensa, desde Irlanda a Polonia y de España a Turquía, absorbiendo y “celtizando” a los pueblos de estadios culturales menos avanzados y fundiéndose con los más avanzados, con la creación de nuevas culturas, como en el caso de los celtíberos o de los celto-ligures.

Su desaparición se produce en el siglo I d. C. a causa de la presión combinada de romanos, germanos y dacios. Muchos pueblos celtas fueron romanizándose y creando un conglomerado de costumbres y razas.

El enorme mosaico que representa el pueblo celta no es susceptible de ser definido fácilmente. Todas sus gestas e historias eran narradas oralmente, y la escritura solamente se usaba con fines mágicos, así que no tenemos documentos directos como en el caso de sus contemporáneos griegos o romanos. La fuente clásica más importante que tenemos es la de Julio César, con su obra La Guerra de las Galias.

No construyeron grandes puentes ni murallas, ni dejaron obras escritas porque daban más importancia a la enseñanza oral que a la letra muerta. Sus templos tenían un techo de estrellas, suelo de tierra y, como paredes, los bosques de encinas. Sin embargo, dejaron una forma de pensar y un folclore que alimentó a Europa como un río subterráneo durante la Edad Media, e incluso ahora conservamos numerosos vestigios suyos en la cultura popular.

Los celtas no llegaron nunca a formar un reinado o imperio que los uniera. Vivian en tribus, cada una regida por su jefe, y raramente se unían entre ellos para enfrentar a un enemigo externo o de otra tribu celta. Esta fue una de las principales causas por las que fueron vencidos. Les faltó unidad, cohesión entre ellos. Sin embargo, eran muy valerosos y con gran sentido del honor. Por el contrario, mostraban una gran conciencia de grupo cuando un individuo cometía una falta. Por ejemplo, si ocurría un asesinato, todo el clan respondía del delito.

Las mujeres celtas tenían una participación activa en las actividades políticas y militares. Participaban en las asambleas y tenían los mismos derechos y obligaciones en la mayoría de las tribus.

El alma del pueblo celta y el factor aglutinador lo constituían los druidas. Eran los sacerdotes, consejeros, políticos, médicos y filósofos. Ajenos a cualquier poblado en concreto, pertenecían a todos ellos.

Todo celta podía aspirar a ser druida, pero llegar a ello era realmente difícil, siendo necesarios largos años de arduo trabajo. Desarrollaban conocimientos de filosofía, astronomía, adivinación, el alfabeto secreto de los druidas y, sobre todo, era necesario llevar un estilo de vida moral. Este periodo, junto con sus pruebas, podía durar hasta veinte años.

Su filosofía se basaba en que el hombre es el hijo del matrimonio entre el firmamento y la tierra: un microcosmos con parte celeste y parte terrenal; por lo tanto, no había que tener temor a la muerte ni al más allá. Predicaban el amor a la vida en todas sus manifestaciones y el sentido de la unidad del cosmos.

La herencia druídica hizo que las cualidades más apreciadas para un celta fueran justicia, valentía y honor: “La verdad está en vuestros corazones,
la fuerza está en vuestros brazos, la realización, en vuestras lenguas”.

Rescatemos la herencia espiritual del pueblo celta, su valor ante la vida y la muerte y su sentido de unión con la naturaleza y el cosmos, para forjar un mundo nuevo y mejor.

Julián Palomares

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